16 Nov
16Nov

Hay algo profético en que Luciano Rosso vuelva a Buenos Aires con Apocalipsync justo ahora, cuando ya nadie quiere recordar la pandemia pero todos seguimos cargando sus fantasmas. El espectáculo aterriza en el Paseo La Plaza del 7 de enero en adelante,  como quien trae un mensaje urgente desde el otro lado del mundo. Y es que esta obra ya recorrió París, Suecia, Rumania, Serbia y el mismísimo Festival de Avignon, donde la crítica europea se rindió ante lo que parece imposible: convertir el encierro en fiesta. 

Rosso no es nuevo en esto de conquistar escenarios internacionales. Con Un Poyo Rojo acumuló más de mil funciones en treinta países y millones de reproducciones que lo convirtieron en un fenómeno de culto. Pero Apocalipsync es otra cosa. Es más personal, más frágil, más honesto. Una confesión disfrazada de cabaret donde el aislamiento deja de ser tragedia para volverse materia prima del arte. 



Cuando la realidad imita al delirio

La obra nació exactamente donde debía nacer: en plena cuarentena, entre cuatro paredes y con las redes sociales como única ventana al mundo. Rosso, ese bailarín y actor formado en danza clásica, contemporánea, africana, jazz y hip-hop —sí, todo eso— se encontró atrapado en su departamento con una cámara y una necesidad visceral de crear. Junto a Miguel Israilevich empezó a subir videos que no tardaron en volverse virales. La gente necesitaba reírse, necesitaba ver que alguien más estaba tan loco como ellos.

 Lo notable es cómo Apocalipsync funciona como espejo distorsionado de ese momento histórico. El material sonoro —fragmentos de noticieros, radios, voces entrecortadas— teje un collage que nos devuelve al pasado inmediato sin caer en la nostalgia barata. No hay moraleja, no hay dedo acusador. Solo la constatación de que sobrevivimos zappeando entre canales, bailando solos en la cocina, inventando cuarenta versiones de nosotros mismos para no volvernos locos. O para volvernos locos a consciencia, que viene a ser lo mismo. 



El arte de no decir palabra

La trama, si es que puede llamarse así, es un viaje sin rumbo fijo a través de la soledad creativa. Rosso interpreta cuarenta personajes —cuarenta, ese número que siempre vuelve en las historias de encierro— sin pronunciar una sola palabra propia. Todo es lipsync, esa técnica que él convirtió en firma personal y que aquí alcanza niveles de virtuosismo puro. Desde un cortinado que se vuelve vestido de gala hasta el canto perfecto de un pájaro, cada gesto está calibrado al milímetro pero nunca pierde la frescura del juego. 

La actuación de Rosso es física, contorsionada, buffonesca. Hay ecos de Mr. Bean, es cierto, pero también de Marcel Marceau y de ese linaje de clowns que construyen mundos enteros sin más herramienta que el cuerpo. Una botella de agua medio vacía se transforma en instrumento musical. Una lupa encendida deforma su rostro hasta lo grotesco mientras el público estalla en carcajadas. Son trucos simples, de esos que un niño podría intentar en su casa, pero ejecutados con una precisión que solo dan años de oficio. 


Oficio colectivo

Nada de esto sería posible sin el equipo que rodea a Rosso. María Saccone co-dirige esta locura y logra que el descontrol aparente tenga arquitectura invisible. Oria Puppo diseñó luces y parte de la escenografía junto a Rosso, creando atmósferas que van del realismo televisivo a la alucinación psicodélica en segundos. 

El vestuario, minimalista pero eficaz, permite que el cuerpo del intérprete sea siempre el protagonista absoluto. Y la producción de T4, con Maxime Seugé y Jonathan Zak, garantiza que este proyecto nacido en Instagram termine conquistando teatros de medio mundo. 



El después del encierro

Apocalipsync llega a Buenos Aires cuando ya nadie usa barbijo, cuando las reuniones por Zoom son un mal recuerdo y cuando preferimos olvidar que pasamos meses hablando solos. Pero Rosso no viene a hacernos recordar con amargura. Viene a decirnos que ese tiempo extraño también fue fértil, que la locura puede ser método, que el aislamiento reveló algo verdadero sobre nuestra capacidad de reinventarnos. 

La obra dura apenas una hora y no pretende cambiar el mundo. Es, en el mejor sentido, un ejercicio de celebración del absurdo. Una prueba de que el arte surge donde sea, incluso —especialmente— en el encierro. Rosso baila, mima, se retuerce y nos arrastra a ese territorio indefinido donde la risa y la melancolía son la misma cosa. 

Pocas funciones. Verano porteño. Una sala íntima en Paseo La Plaza, Av. Corrientes 1660, CABA. Después, quién sabe. Porque Rosso es de esos artistas que no se quedan quietos, que siempre están mutando, buscando la próxima frontera. Apocalipsync es su testimonio de un tiempo imposible. Y también, de alguna manera, nuestro.



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