En la sala Cunill Cabanellas del Teatro San Martín se presenta una obra que llega en el momento justo. "La piedra oscura", del español Alberto Conejero, no es solo teatro: es un acto de resistencia cultural que cobra sentido pleno en estos tiempos de hostilidad oficial hacia las artes y las diversidades.
La propuesta recupera una historia real que parece ficción: el último amor de Federico García Lorca fue Rafael Rodríguez Rapún, un futbolista del Atlético de Madrid que se convirtió en secretario de La Barraca, la compañía teatral del poeta. Cuando fusilan a Lorca en Granada en 1936, Rafael se alista en el ejército republicano del Norte. Muere exactamente un año después, el mismo día que su amante, como si el destino hubiera escrito una tragedia lorqueana.
La acción transcurre en un hospital militar de Santander, 1937. Rafael Rodríguez Rapún (Martín Urbaneja) agoniza tras un bombardeo, custodiado por Sebastián (Iván Hochman), un soldado franquista de apenas veinte años que sueña con ser músico. El tiempo se acaba: al amanecer fusilarán al prisionero republicano.
Entre estos dos hombres surge una conexión inesperada. Rafael necesita cumplir una última misión: salvar los manuscritos de Lorca que quedaron en Madrid, especialmente "El público" y los "Poemas del amor oscuro". Su única esperanza es convencer a este joven soldado enemigo de que la poesía vale más que la guerra.
El texto de Conejero construye con inteligencia el encuentro entre dos mundos: el del amor homosexual y la utopía republicana frente al fascismo y la represión. No hay aquí sentimentalismo barato ni discurso panfletario. La obra explora las contradicciones humanas: Sebastián no es un villano sino un chico perdido que repite consignas para sobrevivir al horror.
Alejandro Giles dirige con mano firme esta puesta argentina que asume sin complejos su origen rioplatense. La decisión de argentinizar las voces en off de Lorca resulta acertada: no se trata de imitar acentos españoles sino de apropiar el texto desde nuestra realidad.
La escenografía de Julio Suárez resulta poética y funcional: una trinchera de libros que los actores pisan, abrazan, usan como refugio. Es la metáfora perfecta: la literatura como último bastión contra la barbarie, pero también como territorio pisoteado por las dictaduras.
Martín Urbaneja entrega una actuación intensa como Rafael. Logra transmitir la urgencia de un hombre que sabe que le quedan horas de vida y debe cumplir una misión. Su cuerpo herido habla tanto como sus palabras: cada gesto duele, cada frase es un esfuerzo por mantener viva la memoria de Lorca.
Iván Hochman, conocido por interpretar a Fito Páez en la serie televisiva, construye un Sebastián creíble: no es el fascista de manual sino un joven confundido que descubre la humanidad del enemigo. Su transformación resulta verosímil porque Hochman evita los lugares comunes.
Milagros Almeida completa el trío como una figura maternal que oficia de testigo y memoria. Su presencia escénica y su trabajo sonoro ambientan los climas sin solemnidades innecesarias.
La obra funciona porque conecta la Guerra Civil española con nuestras heridas históricas. Giles incorpora referencias a la dictadura argentina y a las Madres de Plaza de Mayo sin forzar paralelismos. El resultado es orgánico: dos países que conocen el horror de las desapariciones forzadas.
La frase "Nadie puede desaparecer del todo ¿verdad?" resuena con fuerza particular en Argentina. Rafael busca que Sebastián preserve la obra de Lorca para que su amor trascienda la muerte. Es la misma lucha de las Madres: que la memoria resista al olvido.
Que esta obra se presente en un teatro oficial resulta significativo en el contexto actual. Mientras el gobierno nacional recorta presupuestos culturales y fomenta discursos discriminatorios, el San Martín programa una historia de amor homosexual que reivindica la memoria histórica.
No es casualidad que el público salga conmovido de cada función. La obra llega cuando más se necesita: cuando las diversidades vuelven a ser atacadas desde el poder, cuando se pretende borrar la memoria de los desaparecidos, cuando se considera a la cultura un gasto prescindible.
"La piedra oscura" demuestra que el teatro puede ser trinchera y refugio. Como los libros de la escenografía de Suárez, resiste al pisoteo y preserve lo esencial: la capacidad humana de amar y crear belleza en medio del horror.
En tiempos de retroceso, esta obra recuerda que la cultura no es decorado sino necesidad vital. Y que el amor, cualquier amor, siempre será más fuerte que el odio.
Funciones: Miércoles a domingos, 19.30 horas