27 Aug
27Aug

Los viernes en el Teatro Tadrón ( Niceto Vega 4802) a las 21:30hs, hay una cita con la incomodidad. "Una estatua en una plaza" no busca agradar ni entretener al paso. Busca algo más jodido: que nos reconozcamos en ese pueblo perdido que Adrián Luongo inventó pero que existe en cada rincón del país. 

Villa Quirquincho Tuerto suena a chiste, pero es el lugar más real del teatro porteño. Ahí viven los mismos tipos que conocemos: el poderoso que desprecia lo nuestro, el trabajador que aguanta, la artista frustrada, las viejas que hablan mal de todos, el pibe sin futuro. Es Argentina concentrada en nueve personajes. 



La trama es simple: llega una ordenanza que beneficia al rico y jode al pobre. Donde Luongo no cuenta esta historia para denunciar la injusticia. La cuenta para mostrar algo peor: cómo reaccionamos ante la injusticia. Unos se rebelan, otros se someten, la mayoría mira para otro lado. El diagnóstico duele. 

En el centro de la plaza hay una estatua. Nadie sabe quién es el prócer. Belgrano, dicen algunos. Churchill, dice otro. Da igual. Es la síntesis perfecta de un país que no conoce su historia pero se llena la boca con próceres de cartón.

Marcos Paradela hace un terrateniente que podría ser cualquier oligarca argentino de cualquier época. No es un villano de historieta: es un tipo común que tiene poder y lo usa como sabe. Guillermo Orlando le da réplica desde abajo, con la dignidad intacta de quien recibe pero no se doblega. Entre ellos, el resto del elenco arma un mosaico reconocible. 

Julio César Traversa construye un personaje extraordinario en Tilengetti. Es el argentino que se las rebusca, que vende cualquier cosa, que cuida la facha mientras el mundo se cae. Un chanta, sí, pero un chanta nuestro. Laura Santoro canta tangos y encarna el sueño porteño roto: la provincia que va a conquistar Buenos Aires y vuelve con las manos vacías. 

Silvia Baloira y María Inés Ferreyra son las tías que todos tenemos: criticonas, amargas, pero necesarias. Esas que dicen lo que otros callan. Matías Turina cierra el cuadro con un joven que ya no cree en nada. Es el futuro que se murió antes de nacer.

 


La dirección de Luongo es quirúrgica. Maneja nueve actores como si fueran uno solo. No hay protagonistas ni secundarios: hay un coro que habla con muchas voces pero dice lo mismo. El ritmo no afloja nunca. Las escenas se encadenan con precisión matemática. La música de Felipe De La Rosa y Julián Rossini no decora: cuenta. Los tangos modificados son guiños que funcionan. No es nostalgia barata sino comentario inteligente. La música aparece cuando la necesitás, no cuando la esperás. 

Lo técnico está al servicio de lo dramático. La escenografía no pretende impresionar. Con cuatro elementos crea el pueblo entero. Es teatro de ideas, no de efectos. Pero acá está lo interesante: Luongo ubica la historia en los años 30 y habla del 2025. La "década infame" es excusa para hablar de todas las décadas. Los mismos personajes, los mismos problemas, las mismas soluciones que no solucionan nada.

La obra no es optimista. No promete que las cosas van a cambiar. Es más cruel: sugiere que las cosas no cambian porque nosotros no cambiamos. Que Villa Quirquincho Tuerto existe porque lo construimos todos los días con nuestras decisiones. No es teatro de denuncia. Es teatro de espejo. Y los espejos no mienten. El humor de la obra es amargo. Te reís pero el gusto que queda es agridulce. Como el mate frío, como el tango triste, como la esperanza argentina: siempre a punto de cortarse. 



"Una estatua en una plaza" no ofrece respuestas. Hace algo más valioso: hace las preguntas correctas. ¿Qué clase de país somos? ¿Qué clase de pueblo queremos ser? ¿Por qué seguimos eligiendo a los mismos personajes para la misma obra? Al final, cuando se apagan las luces, queda la sensación de haber visto algo verdadero. Incómodo, sí. Necesario, también. Porque a veces la verdad duele más que la mentira, pero es el único material con el que se puede construir algo distinto. 




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