Hay obras que te atrapan desde el primer minuto. No porque te sorprendan con pirotecnia escénica o giros imposibles, sino porque te muestran algo que conocés... pero nunca te habías detenido a mirar de verdad. Concejo de familia, que estrenó en octubre en el Teatro Border (Godoy Cruz 1838), es una de esas piezas. Una comedia dramática que te hace reír —sí, mucho— pero que también te deja pensando en el camino de vuelta a casa.
La propuesta es simple y, al mismo tiempo, brillante: ¿qué pasaría si una familia funcionara como un Estado? Con presidente, elecciones, votaciones reglamentadas y hasta un presupuesto familiar que se administra con la solemnidad de un ministerio de economía. Suena a disparate, ¿no? Bueno, pues ahí está el punto. Porque lo que la obra pone sobre la mesa —o mejor dicho, sobre el escenario— es justo eso: la distancia absurda entre las estructuras que nos inventamos para convivir y lo que realmente somos.

Una obra catalana que se volvió bien argentina
Concejo de familia nace de la pluma de la catalana Cristina Clemente, pero llegó a Buenos Aires con una adaptación de Nicolás Alan Medina que la vuelve completamente nuestra. No es un simple cambio de modismos o referencias geográficas... es que la pieza respira aire porteño. Y no podría ser de otra manera: si hay algo que sabemos hacer los argentinos es politizar hasta la elección del postre del domingo.
La dirección de Violeta Cárcova logra algo difícil: mantener el equilibrio entre la comedia y el drama sin caer en el chiste fácil ni en el discurso solemne. Porque acá no hay moraleja escrita en negritas. Lo que hay es un espejo —incómodo, a veces— que te devuelve la imagen de cómo funcionan (o no funcionan) las relaciones de poder, incluso en el espacio más íntimo que existe: la familia.
El paralelo con la realidad política argentina es inevitable. Mientras mirás la obra, es imposible no pensar en nuestras propias dinámicas: la reelección perpetua, las promesas de campaña vacías, la manipulación del voto, los pactos en los pasillos. Todo eso que vemos en la tele, pero condensado en un living. Y acá está la genialidad: al achicarlo todo a escala doméstica, la absurdidad se vuelve más evidente. Más dolorosa también.
La trama: cuando la hija rompe el molde
El conflicto arranca cuando la hija —interpretada con frescura y convicción por Carla Pannunzio— decide postularse como candidata a presidenta de la familia. Y ahí se pudre todo. Porque una cosa es tener elecciones democráticas y otra muy distinta es que alguien de verdad venga a cambiar las reglas del juego.
El padre, Eduardo Munitz, encarna al presidente reelecto con esa mezcla de autoritarismo y paternalismo que todos conocemos. No es un villano de manual; es un tipo que cree genuinamente en su sistema, que se convence de que todo lo que hace es por el bien común. Munitz construye un personaje sólido, creíble, con matices que lo alejan del estereotipo.
La madre, a cargo de Chechu Vargas, tiene su propio registro de frustración. Ella ya fue presidenta alguna vez, pero no pudo (o no supo, o no la dejaron) cambiar nada. Vargas le da a su personaje una dignidad callada, esa resignación que duele más que el grito.
El hijo menor —Alexis Mazzitelli— es la carta salvaje del asunto. Su único sueño es tener una batería. Y votará por quien se la prometa. Así de simple, así de real. Mazzitelli logra que su personaje no sea solo el comic relief: también es el reflejo de esa parte de la ciudadanía que vota por necesidad inmediata, no por proyecto político.
Y después está el novio de la hija —Joaquín Ochoa—, que intenta quedar bien con todos y termina en el peor lugar: el del medio. Ochoa le pone al personaje una incomodidad física que resulta perfecta para alguien que está donde no debería estar.
Técnica y dirección: los detalles que hacen la diferencia
La escenografía de The Workroom recrea ese living clase media con precisión: funcional, cálido, un poco sobrecargado. Pero lo interesante es cómo ese mismo espacio se transforma. Con cambios de iluminación y algunos elementos de utilería, de pronto estás en un mitin político. La línea entre lo doméstico y lo público se difumina... y ese es justamente el punto.
El vestuario de Mimi Del Carril no busca llamar la atención, y hace bien. Acá la ropa habla en voz baja: cuenta quién es cada uno sin necesidad de subrayados.
Cárcova dirige con mano firme pero sin ahogar a sus actores. Les da espacio para respirar, para construir sus personajes sin apuro. Y eso se nota en la química del elenco, en cómo funcionan como familia de verdad, con sus roces y sus afectos.

Para cerrar (pero no del todo)
Concejo de familia no te va a dar respuestas. No te va a decir qué sistema es mejor o cómo deberías vivir. Lo que hace es mucho más valioso: te invita a preguntarte por qué aceptamos ciertas estructuras, por qué sostenemos vínculos que nos asfixian, por qué a veces preferimos la norma —aunque sea absurda— antes que el caos de lo desconocido.
Es una obra necesaria. De esas que te hacen reír porque reconocés cada situación, cada personaje, cada momento. Y que después, cuando salís del teatro, te dejan un poco incómodo. Porque quizás, solo quizás, vos también estás votando en algún concejo de familia sin darte cuenta.
Las últimas funciones son los viernes de noviembre a las 20hs en el Teatro Border. Si podés, andá. Y si no podés ir solo, mejor: después van a tener de qué hablar.