A veces el teatro te agarra por sorpresa. Entrás al Moscú Teatro un viernes lluvioso —porque, obvio, justo esa noche tenía que llover— y salís dos horas después con una sonrisa incómoda en la cara. De esas que aparecen cuando te reíste de algo que, bien pensado, no debería darte tanta gracia. Esa es la magia oscura de Los huesos del mapuche, una comedia negra que funciona como un puñetazo envuelto en papel de regalo.
La propuesta es simple pero filosa: tres amigos que no se veían hace más de veinte años se juntan en medio de una tormenta infernal. Facundo citó a Pablo y a Javi sin dar demasiadas explicaciones. Solo dijo que era importante. Y ya con eso alcanza para que la tensión empiece a trepar por las paredes. Porque estos tres tipos comparten algo más que recuerdos de juventud: guardan un secreto. Uno de esos que creés que se llevó la lluvia, que el tiempo borró... hasta que la naturaleza decide hacer de las suyas y el río amenaza con escupir lo que se tragó hace décadas.
La obra —escrita por el catalán Víctor Borràs Gasch y adaptada con inteligencia por Lisandro Penelas— nació de una historia que nunca ocurrió pero que pudo haber pasado. El autor contó que en su pueblo vivía un indigente llamado Carlos, un tipo invisible para todos. Y de esa imagen brotó esta ficción sobre tres hombres atrapados en un pueblo del sur argentino, cerca de El Bolsón, en algún rincón indefinido de bosques y cervecerías artesanales.
El cambio del "irlandés" original por el "mapuche" no es solo una cuestión de verosimilitud. Es una decisión política que pone el dedo en la llaga: ¿quiénes son los invisibles en nuestra tierra? ¿Cómo construimos parias y después nos hacemos los distraídos?
La trama avanza con el ritmo justo. Nada sobra, nada falta. Ana Scannapieco —la directora— maneja los tiempos como una malabarista experta: te hace reír, te frena en seco, te hace pensar. Y todo sin soltar la tensión ni un segundo. La obra respira humor ácido, de ese que te incomoda un poco pero no podés dejar de disfrutar. Porque al final del día, estos tres personajes son cercanos... demasiado cercanos. Te reconocés en sus miserias, en su forma de escaparle a la responsabilidad, en esa amistad tóxica que disfrazan de lealtad.
Daniel Begino, Roberto Monzo y Lisandro Penelas arman un trío perfecto. La química entre ellos es palpable: se pisan los diálogos con naturalidad, se miran con complicidad, se traicionan con gestos mínimos. Son tres varones que cargan con el mandato de la masculinidad como una mochila llena de piedras. Y la obra no los perdona, pero tampoco los condena. Los muestra tal cual son: víctimas y reproductores al mismo tiempo.
El texto es ágil, ingenioso, lleno de hallazgos. Penelas logró que suene argento sin forzar nada, con modismos que caen naturales y situaciones que podrían pasar en cualquier pueblo del interior. La escenografía de Julieta Capece y Juan Teadoro es austera pero efectiva, y la lluvia —omnipresente— funciona casi como un personaje más. El diseño sonoro de Federico Marino te mete en ese clima opresivo, y la luz de Ricardo Sica marca cada cambio de tono con precisión quirúrgica.
No voy a spoilear nada, pero la resolución es desopilante. Cuando creés que todo va para un lado, la obra gira y te deja con la boca abierta. Es un cierre que cierra —valga la redundancia— y que te deja masticando preguntas.
Porque Los huesos del mapuche no busca darte respuestas. Te plantea dilemas morales y te deja ahí, solo, con tu propia conciencia. ¿Hasta dónde llega la amistad? ¿La impunidad es un derecho que se gana con el tiempo? ¿Podemos seguir viviendo como si nada cuando el río está por reventar?
Esta obra es de esas que te acompañan después. Te subís al bondi de vuelta y seguís pensando. Te tomás algo en un bar y ahí está, dando vueltas. Es teatro que incomoda, que cuestiona, que te saca del lugar cómodo. Y lo mejor de todo: lo hace sin sermonearte, sin ponerse en maestro ciruela. Te cuenta una historia negra, te hace cagar de risa y de paso te planta una semilla de duda.
Un viernes en el Moscú Teatro (Ramirez de Velasco 535) a las 21hs, a la gorra, con una obra redonda que te recuerda por qué el teatro —cuando está bien hecho— no tiene competencia.